n ocasiones pienso que la vida es una película de los 30 o de los 40. No lo digo solo porque sea en blanco y negro, una comparación que, seguro, ya he utilizado en alguna otra Mesa. No, me refiero a que, a veces, es como una escena rodada con retroproyección, con el sistema con el que, por ejemplo, se simulaba un coche en marcha -a la versión remozada de esta técnica se la conoce hoy en día como Stagecraft- sin que este saliese del plató. El vehículo permanecía quieto, los actores movían el volante y detrás había una pantalla enorme en la que se exhibía un paisaje que cambiaba. Dicho de otra manera, el entorno avanzaba mientras el protagonista fingía conducir... su vida. Pero la naturaleza de la sociedad occidental, levantada sobre el principio de ir siempre a más, penaliza con frustración a aquellos que se han quedado quietos. Es un ejercicio inconsciente: en determinado momento, el entorno que te rodea ya no es como el que era minutos antes; lo que creías firme, se ha convertido en arenas movedizas y te haces la única pregunta posible: ¿Cómo he llegado yo aquí?. Ocurre cuando la inesperada fragilidad de los otros te golpea y te coloca al borde del abismo de la pantalla, entre tu imaginario y la realidad. Es el momento en el que tomas conciencia de que el frágil también eres tú.