e joven era bastante tocapelotas. No era mal chico, ni mucho menos, pero sí tenía una habilidad especial para sacar de quicio a algunas personas. Me tomaba las cosas poco en serio, le sacaba punta a todo y me reía bastante. Nada más pasar al instituto, la tutora, que no me conocía, le reconoció a mi madre que entre ella y otro profesor me habían pencado hasta dibujo simplemente porque no me aguantaban. Chinchar al prójimo era otra habilidad innata. Surgía sola, con la suerte de ser prácticamente inmune a los esfuerzos de otros por replicarme. Un día, borracho como una cuba, a los pies de la catedral de Burgos, estaba expulsando excedente por las vías altas y vino un tío raro a vacilarme. Entre arcada y arcada, conseguí articular un par de ideas que brotaron, y el caballero se tiró a por mí. No le veía yo capaz de captar tanta sutileza, pero no era tan tonto como parecía. Abandonados ya los 90 grados, de pie, seguí lanzando sin duda acertados comentarios (nada de insultos), hasta que sacó una navaja que por suerte un amigo mío vio y evitó que acabase en mi estómago. Aún hoy, hay familiares que se niegan en redondo a jugar conmigo al parchís porque me río de ellos cuando les como; y aun así, estoy temblando para el sábado. Si nos ganan, al menos que sea por Villalibre. Son fan.