María nos ha contado con entusiasmo como, desde que vacunaron a su madre y a su tía abuela, ambas usuarias de una residencia, les abraza cada día, por todos esos abrazos que no les había podido dar durante este último año (sí, sé que estarán pensando que eso no libra del contagio, que todavía hay que tener cuidado y que...; pero también hay que vivir). Además, su tía abuela cumplió 100 años en febrero, ahí es nada. La vacuna nos ha devuelto los sueños o, al menos, las ganas de vivir, que más de uno había dejado por el camino. En unos pocos días, hemos pasado de que el vacunado fuera la excepción a empezar a tener a nuestro alrededor cada vez a más conocidos que han recibido el esperado pinchazo. Aunque es frustrante que en ese grupo de inmunizados todavía no estén muchos de nuestros mayores, con todo lo que han sufrido. Es una espera larga, que se hace eterna cuando sigue sin salir tu número en la pantalla del indicador de turno. Ahora ha llegado el varapalo de la paralización de la vacuna de AstraZeneca, aunque más de un experto alude a razones geopolíticas, más que a evidencias científicas. Ha pasado un año y seguimos a salto de mata, inmersos en una montaña rusa de sentimientos que ahoga y entusiasma al mismo tiempo.