o me digan ustedes que desde que las mascarillas se han vuelto un complemento más de nuestro outfit (la palabra como me la he aprendido hace poco me hace ilusión usarla, por una vez permítanme la tontería) no tienen la sensación de que le miran, pero que le miran mal, como a punto de insultarle. Igual es que soy un pelín suspicaz, pero me cruzo con la gente y por encima de la mascarilla asoman dos ojitos que miran recelosos. Siempre tiendo a comprobar en algún escaparate si llevo la susodicha bien puesta o por debajo de la nariz, y de ahí lo desconfiado de la mirada, o si se me ha corrido el rímel, ya que el pintalabios no puede ser. Por cierto, voy a empezar a pintarme los morros para regar las plantas, porque me da la gana y para que las barras de labios no se me sequen. A lo que iba, pues eso, que me miran mal, como diciendo aléjate. Y ya en el bus ni les cuento. Cuando nos subimos en un autobús, ahora tendemos a sentarnos en el asiento de la parte del pasillo como medida disuasoria, las miradas son como carteles luminosos que te dicen aquí no. ¿Quién dijo que de esta íbamos a salir mejores? Una porra. Saldremos más desconfiados y con más arrugas en torno a la boca. Los que inyectan ácido hialurónico estarán de brazos caídos. Otro efecto colateral.