lamada urgente. Se está inundando la sala de máquinas y estamos al borde del colapso, así que dejo el taladro y corro. Es el caos. Parecen las cataratas del Niágara y solo tengo 20 cubos de doce litros, y el fregadero para vaciarlos está en la calle. Hay goteras por todas partes, pero coloco los cubos donde más cae y voy con la fregona aligerando las menores. Llega uno y me dice que la cagué al no comprar más cubos. No le digo que cuatro de ellos están resquebrajados, que son viejos y no se usaban desde que el niño dejó de hacer kalimotxo para los amigos. En estas, otro que pasa por ahí me dice que se ha abierto otra vía: "¿Por qué no la tapas?". Cojo un cubo y voy. "¡No hombre, no! ¡No lo quites de ahí, que se moja todo!", escupe. Me entra un apretón, pero al enfilar el cagadero, ¡alarma roja! "¡Ni se te ocurra abandonar el puesto!", escucho. Resoplo y arreo. Suena el móvil. No puedo atenderlo y al rato entra el que faltaba: "¿Por qué no coges?", dice. "Si suelto la fregona y no vacío los cubos, este me grita", le respondo. "Pues tú verás, pero hay una señora con alergia que está estornudando en la sala de espera porque nos han limpiado el polvo", me suelta. Oigo gritos: "¡Esto es inaceptable!, no había papel en el váter", dice otro mientras mea en el suelo en señal de protesta. Dice que la culpa de todo es mía. Y así hasta el infinito.