l cambio de año es un momento para fijarse nuevos propósitos y, si uno es fumador, qué mejor decisión que abandonar el hábito del tabaco. Son todo beneficios: recuperas salud, ganas apetito, te libras del olor del humo, ahorras dinero y, sin duda, la razón que justifica la estrategia para acorralar al fumador, no molestas al prójimo, un concepto que tanto costó entender, al que esto firma incluido. Causa sonrojo recordar aquellas acaloradas discusiones entre detractores y partidarios del tabaco, enarbolando la bandera de la libertad individual para defender el derecho a fumar mientras imponían(mos) la socialización del humo y su toxicidad como una fatalidad inevitable. Se cumplen diez años de la ley que prohibió fumar en bares y restaurantes y los tenebrosos presagios que anticipaban la ruina del sector han quedado en agua de borrajas. De hecho, pasó todo lo contrario, demostrando que no eran más que excusas egoístas ajenas al principio de la salud pública. Ahora lo vemos con los negacionistas de la pandemia y de las vacunas, o con cualquiera que cree que las normas anticontagio no van con él. Pero la verdad irrefutable es que el tabaco es una mierda que destruye la salud a cambio de enriquecer las arcas de los fabricantes, que envenenan el producto para hacerlo más adictivo.