iempre me ha gustado viajar, aunque no lo haya podido hacer en la medida en la que hubiera querido. Me gusta viajar por lo que supone de cambio, de olvido y de conocimiento a la vez, por lo que supone de esperanza, de emoción, de preparativos. Me gusta viajar por lo que supone de reencuentro, sí, también por eso. Porque el día a día es rápido, acelerado. Y esas vacaciones nos permiten saltarnos a la torera lo previsto y lo predecible. Es cuando se tiene la oportunidad de estar de verdad; de hablar de lo humano y lo divino con quien tienes a tu lado el resto del año y con quien, ¡mira tú por dónde!, no encuentras un minuto de té y pastas, de caña y aceitunas, de paseo por las dunas, de carreras al metro… Como este año loco del COVID malo no nos deja hacer planes, he aprovechado para viajar en mis recuerdos y en mis sueños. He recuperado con claridad los momentos en los que cargábamos el coche de cunas-parque, pañales y 56 camisetas para pasar una semana en la playa y anhelar conseguir dormir a los txikis para relajarnos los mayores. He recordado los viajes de horas y horas en tren cuando apenas te llegaba para comer y los bocatas te solucionaban el día. He recordado escenas de risas, de sustos, de emociones. He recordado por qué me gusta viajar y cruzo los dedos para volver a hacerlo pronto. El destino es lo de menos.