os drones eran hasta hace poco un juguete que ha acabado por convertirse en una poderosa herramienta de control. Todo es amenaza de sanción en esta adolescencia social en la que hay quien reclama libertad sin saber gestionarla, como si responsabilizarse de su propia vida le viniera grande, por lo que necesita una tutela permanente. De todo hay en la viña del Señor. Las compañías de teléfonos ceden una cantidad ingente de datos al papá Estado, y hasta tenemos personal que toma la temperatura a los pasajeros. Sanciones, cuerpos policiales que aparecen bajo las piedras, vecinos que vigilan... Hace falta pellizcarse varias veces para advertir que, realmente, nuestras vidas se han convertido en un plató de televisión. Un set cuyos focos llevan años encendidos a la espera de una función que por fin se estrena con tremendos índices de audiencia. Ha tenido que ser una maldita pandemia la que se encargue de perfilar a marchas forzadas el equipo de dirección que nos maneja al dictado del guion, entregando la libertad a la sacrosanta seguridad que, paradójicamente, nadie garantiza. Y así estamos, desorientados, remando en medio de un océano. A estas alturas de la peli es algo más que una sospecha que alguien nos vigila sin garantías, mientras vamos a bordo de ese velero que un día de estos chocará contra el decorado.