Este jueves fue el 20-N, el día anual de la hagiografía, el de la fantasía con carácter retroactivo. Cualquier cosa salvo el de la genealogía. Yo no sé usted, pero si yo me pongo a escalar el árbol me salen un pelotari requeté que hablaba mejor euskera que castellano; un carpintero gudari que acabó en un campo de concentración tras pasar por la prisión de Ondarreta; un hombre tan recto y honesto como españolísimo y religiosísimo que se libró de luchar; varios nacionalistas a los que la derrota envió al exilio, y en ese plan. La siguiente generación aportó brotes comunistas y abertzales, que es lo que tocaba, así que entre unos y otros puede decirse que han dejado el tronco familiar tatuado con todas las ideologías del país. A saber hacia dónde mirarán las ramas ojalá torcidas del futuro.
Por lo visto, mi roble aborigen multicolor debe de ser un exótico cocotero, pues el 20-N, adornando el medio siglo de la muerte del ferrolano, no paramos de oír historias donde los abuelos, ya bisabuelos, fueron sin excepción republicanos, rojos, anarquistas, socialistas, vasquistas, víctimas de un régimen en el que nadie fue victimario ni beneficiario, ni siquiera paseante común dedicado a sus asuntos propios. Escuché a un político local contar, por enésima vez, la milonga de una guerra y una dictadura dirigidas contra el pueblo vasco, como si ambas hubieran sido cruzadas étnicas. En fin, que muerto el perro hay que seguir luciendo rabia, de verdad o de pega, proveniente de un dolor real o heredada como un falso título nobiliario. A este paso va a resultar que ni Franco fue franquista.