Decía hace tiempo un escritor español, no recuerdo quién, que al llegar a Algeciras lo embargaba una sensación maravillosa. Tienes delante la roca de Gibraltar, explicaba, y mientras que unos se empeñan en defender su españolidad, en discutir si nos lo robaron no, cuando estoy allí y veo ese Peñón increíble, pienso en lo bonito que está así de iluminado, y agradezco que paguen esa luz los ingleses y que me regalen una vista magnífica. Lo disfruto muchísimo, concluía.
Yo con la luz tengo la misma sensación, o sea, siempre positiva y exenta de consideraciones técnicas, ideológicas o nacionales. Es verdad que el bolsillo me da para pagarla, como a la mayoría, por cierto, pero también lo es que, quizás por eso mismo, apenas entiendo una factura y sólo me preocupa si un recibo difiere bastante del anterior. Apretar el interruptor y que se encienda una bombilla es algo casi milagroso y, a mi juicio, la expresión impersonal “se hizo la luz” la clava. ¿Quién la hace? Ni idea. ¿Cómo la hace? Menos aún.
Por eso ahora, que de pronto se ha deshecho, siento envidia al escuchar la recia opinión de tantísimos neoelectricistas, que no sólo parecen saber quién la hace y cómo se hace, sino que encima desvelan cómo se deshace y hasta cómo se rehace. Yo, en cambio, ni papa. Estoy rodeado de luminarias, lumbreras y farolillos, chispas conversos. Lástima que ya toque quitarse el buzo y graduarse a toda hostia, nunca mejor dicho, en intrigas vaticanas, teología para iniciados y derecho canónico. Del kilovatio y la canaleta al sínodo y al cónclave en un santiamén. Al menos renovable sirve para las dos tertulias.