Acabamos de saber que este otoño casi cinco mil chavales extranjeros se han incorporado a las aulas del País Vasco. Hace sólo tres años fueron tres mil en todo el curso académico. En 1998, o sea anteayer, apenas representaban el 1,3% del alumnado, hoy superan el 10%, y en Navarra las cifras son similares. Si bajamos a Primaria, y si subimos al transporte público, el porcentaje es bastante más alto.
A unos les parecerá bien, a otros mal, a unos inevitable, a otros corregible. Eso sí: quien elija la opción que más cuadre a su ideología, que no olvide contemplar si también cuadra a sus usos y costumbres, y a los de sus hijos. Pues una cosa es teorizar en el aire, fiado al voluntarismo y a unos principios solidarios, y otra muy distinta poner en práctica, o padecer en la práctica, la consecuencia de ello. Entonces todo se complica, y se complica uno consigo mismo.
Yo, y lo vengo soltando aquí desde la prehistoria, creo que convendría gestionar la inmigración de forma más sensata y menos inocente, más reflexiva y menos ignorante, pero puedo estar equivocado. Lo que resulta indiscutible es que tiene un impacto en el sistema educativo y el proyecto idiomático local. No es una opinión, es mera sociolingüística. Tampoco es un prejuicio, es un hecho que conoce cualquiera que esté en el ajo. Y, por supuesto, no es culpa del que viene, que viene a lo que viene: a prosperar en la vida, no a defender una lengua minoritaria ni a construir una nación. Así que lo suyo, y en particular lo nuestro, sería repensar la escuela y la utopía, y no hacer como si nada o, peor, como si todo más y mejor.