Si alguien pasa de libros tochos, documentales de historia y viajes al extranjero, al menos échele un ojo a la cara B de la Eurocopa, lo que ocurre en la grada y en la calle, no en el césped. Así quizás se entere de que cuando las aficiones se regalan tortazos no suele ser por un fuera de juego, sino por una derrota en 1389, una revolución en 1848, un reparto en 1914, un tratado en 1920, un acuerdo en 1995, un referéndum en 2014, una guerra hoy, y en ese plan.

Observará que el incendio de filias y fobias entre radicales tiene su origen en cenizas aventadas por apologetas de los mapas más extensos, las lindes más remotas, las patrias más glotonas e irredentas. Los hinchas airados no se zurran por un penalti; lo hacen convencidos de que con diez soplamocos en un garito vengarán la humillación de sus ancestros en una batalla, una capitulación o unas urnas. Hemos venido a emborracharnos, sí, y a recordar al vecino que donde haya una tumba de los míos siempre será suelo mío. Y el resultado, claro, nos da igual.

En tal ambiente comprobará que, aunque todas las banderas e himnos caben en el cielo, es imposible cumplir en la tierra todas las utopías que allí se airean. Siendo legítimo reivindicar la Gran Albania, Gran Serbia, Gran Croacia, Gran Hungría, Gran Rumania, Gran Turquía, Gran Rusia –también se ve esto–, nadie salvo un político irresponsable puede creer en la compatibilidad pacífica de tantísima y variada aspiración expansiva. Vamos, que sólo cediendo algo en los sueños propios se libra uno de pesadillas ajenas. De modo que eso de ultras hermanados es a la larga un oxímoron, augurio seguro de antropofagia imperial.