Cuenta la tele que en Alemania crecen la ultraderecha, el racismo y la xenofobia, y hace muy bien en contarlo. Lo que a menudo silencia, y hace fatal en silenciarlo, es el motivo, la posible razón del auge de tanta palabrota. Pues sólo con una ceguera activa, un mutismo militante, puede alguien concluir que tantos alemanes y, ya que estamos, tantísimos catalanes, se han levantado un día por casualidad con el pie torcido y el alma podrida. Digo yo que alguna causa influirá en su aparente desvarío.
Toca aclarar, supongo, que nada justifica la creencia en la superioridad de un determinado grupo étnico, ni la hostilidad general hacia el extranjero. O sea, que ni aun en la peor de las situaciones resulta justo odiar al vecino por el color de su piel o su origen foráneo. Sólo faltaría. Pero cabe añadir que a ese aumento de la ultraderecha, el racismo y la xenofobia lo precede otro aumento, el del cabreo de bastantes ciudadanos. Y que tal enfado nace de otro aumento previo, el del blanqueo de una izquierda inoperante ante otro aumento indiscutible, el de la inseguridad y extrañamiento en la propia casa de uno.
Y, sí, hay que denunciar los bulos y criticar los prejuicios. Sin embargo, poca información se aporta lamentando siempre qué pasa y evitando preguntarse por qué pasa. Ya veremos luego si estamos de acuerdo en la respuesta. El hecho es que, sin necesidad de ir a Berlín, ni siquiera a Barcelona, basta dar un paseo por algunas calles nuestras para enterarse de que crecen muchas cosas, muchísimas cosas que ya no son casos aislados. Los sustos, ya se sabe, nunca vienen solos.