Si han visto los últimos saraos políticos capitalinos, conocen ya el percal: insultos, marrullerías, rostros avinagrados, menciones a madres y esposas, gestos despectivos, carcajadas displicentes, forofismo a granel, banderías, corralas. Faltan una bengala y un tambor para el registro de muchos en la barra brava. La casa de la palabra se convierte en la choza del esputo. El intercambio de conceptos lo rebajan a chalaneo de naderías. Los celos laborales particulares se disfrazan de interés público. Los odios, ojerizas y rencillas personales los barnizan de supuesta ideología. Incluso un chusco Me gusta la fruta se distingue como blasón, cerbatana, corte de mangas y pedorreta. Y de postre bulle el trueque de acusaciones eternas, que si putas, que si coca, que si bugas, que si percebes. Yo igual empiezo a fumar para hacerme el mayor, no vayan a incluirme en la generación de esta peña.

Y, claro, no son todos así y menos mal. Sin embargo, son demasiados los diputados que en vez de un proyecto para la gente parecen defender con rabia un futuro para su negocio, un puesto en el mercadillo, una entrada para la reventa. De ese modo, me hago cargo, están logrando que la crítica antaño demagoga resulte hoy sensata. Así, afirmar que muchos no piensan en el ciudadano ni un segundo no es ya sólo sentencia etílica ni conclusión de cuñado: es una verdad difícil de rebatir. Gritan en sus escaños y me pregunto para qué enseñamos Educación en valores cívicos y éticos en las escuelas. Y me digo, si se pudiera decir, que fruta va, fruta viene, a la mayoría se la sudamos, escrito en tono parlamentario y desde el respeto, o sea en su propia jerga.