La semana pasada se celebró el Día de la Lengua Materna y, como ya es común aquí, una inercia reivindicativa llevó a muchos euskaltzales a aplaudirlo. No quitaré importancia emocional a la causa, y comprendo que un sentimiento de pérdida empuje a abrazarla. Sin embargo, a nadie parece sorprender el hecho de que stricto sensu el festejo tira por tierra todas las pujas expansivas que nos ocupan los otros 364 días del año.

En primer lugar, choca con un proyecto educativo propio donde apenas prima la lengua materna del alumnado, que en su mayoría es el castellano; en segundo lugar, debilita la reiterada defensa de la enseñanza del euskera entre adultos, los cuales ya cuentan con una lengua materna que en buena parte les basta; y, en tercer lugar, apuntala una pujante realidad demográfica en la que la lengua materna de la nueva chavalería rara vez es la vasca. No en vano el árabe ha adelantado ya al euskera en bastantes paritorios.

Puestos a reflexionar, en eventos como Korrika se corre precisamente en dirección contraria a la vindicación de la lengua materna. Si ese fuera su motivo, el recorrido sería corto y la asistencia minoritaria. Eso no significa, claro, que se menosprecie el euskera de casa: sólo que se valora más el empeño en aprenderlo cuando no lo es. Así que viva el Día de la Lengua Materna, pero sobre todo viva el Día de la Lengua Adquirida, sea la minoritaria que nos acerca al convecino, sea cualquier otra que nos abre al mundo. Siendo sinceros, Euskalduna naiz eta harro nago sólo lo puede cantar un bilingüe. Porque, de haberlo, ¿dónde hay más orgullo, en conservar un regalo o en hacérselo con gran esfuerzo a uno mismo?