La Policía ha expulsado a ocho delincuentes reincidentes, cinco marroquíes, un tunecino, un rumano y un paraguayo, “por crear grave alarma social” en Bilbao, con perdón. Por el mismo motivo deportó a otros cinco, todos marroquíes, hace medio año. Y lo que te rondaré, morena, si es que aún se puede decir esto.

A mí me asombra esa expresión eufemística y legalista, crear alarma social, ejemplo de nuestra época. Da la impresión de que el intríngulis del asunto no son los mil hurtos, robos con violencia, atracos en comercios, lesiones, falsedad documental, resistencia, desobediencia y atentado a la autoridad y otro rosario de delitos. La desgracia definitiva, el fatal contratiempo, es que además va la gente y se acojona, va el paisano y se enfada, como si el miedo a que te peguen el palo y el cabreo cuando te lo pegan fueran opciones entendibles, no consecuencias impepinables.

Y no, no es que cierta peña alarme, o sea, asuste, inquiete o sobresalte, pues contado de tal modo existe la posibilidad de que el susto, la inquietud y el sobresalto sean frutos subjetivos de una percepción equivocada. Así hay sujetos a quienes asustan los gatos negros, inquietan los tatuajes en el cuello y sobresaltan los gemidos de la alcoba de al lado, pero rara vez su alarma acaba en la comisaría o el hospital. No, el problema no es la xenofobia de unos tiquismiquis, sino el hecho de que esos trece, y otros muchos golleros, volateros, rastilleros y despalmantes, no paran de andar en trabajo, que es como se llamaba a lo que hacen en el Siglo de Oro. Y el vecino, claro, está hasta el gorro.