Estando tan necesitados de cariño, es motivo de alegría que alguien grande, y sobre todo extraño, y en especial ahí fuera, nos acaricie el lomo al recordar que “el euskera es una joya, un tesoro brutal”. Lo ha vuelto a proclamar la cantante manchega Rozalén, esta vez en Carne cruda, y en su ánimo didáctico se hallaba una audiencia española que, al parecer, no estima como debe lo que tiene delante de las narices. O, si se prefiere, lo que de uvas a peras llega a sus oídos.

No obstante, y sin despreciar tales muestras de afecto, el destino de la lengua vasca no depende de la consideración que le merezca a un abulense o gaditano, sino del valor real que le conceda un estellés o donostiarra. Hace ya cuatro décadas, cuando Franco Battiato grababa el vídeo de Voglio vederti danzare, le tuvo que explicar a un alucinado beduino que él estaba allí cantando aquello para apoyar el árabe frente a la plaga del inglés. Sin duda se agradece el gesto, pero si por las causas que sean a un paisano no le renta su idioma, el de sus progenitores o el de sus vecinos, de poco sirve el argumento culturalista. El prurito de la diferencia tampoco basta para mantenerlo.

Yo, ya que estamos, también creo que el euskera es una joya, un tesoro, y como filólogo me sorprende que a cierta elite intelectual no le interese. Ahora bien, el problema, de haberlo, no está hoy en los ateneos ni en los paraninfos, ni en los juzgados ni en las comisarías. El problema, de haberlo, está aquí mismo, entre la mayoría de nosotros, y es la falta de atractivo para aprenderlo y estímulo para usarlo. Al menos siempre nos quedará París, o sea Madrid, como disculpa.