El último Salvados trató sobre el problema del alquiler, y lo mostró como suele: a un lado, el propietario reducido a inhumano fondo de inversión con el único propósito de expulsar al vecino de su hogar; al otro, el inquilino bonachón y fiable pagador, condenado por la avaricia ajena a dormir en la calle. Dispuesto el ring, solo quedaba aplaudir al político redentor, en este caso ministra navarra, que se comprometió sin remilgos a desfacer el entuerto. Plas, plas, plas, se acaba la función.

Al parecer no existen caseros angustiados por una deuda que se eterniza, ni inquiokupas sabedores de mil tretas para retrasar el abandono del piso. Es una leyenda facha que no merece ser mencionada. Y apenas hay relación entre la prolija exigencia de avales y nóminas y el laberinto burocrático al que se enfrenta el dueño si desea recuperar su propiedad. Tanto papeleo se pide por joder. Tampoco la hay, por supuesto, entre la incapacidad pública para garantizar el cumplimiento de un contrato y el auge de seguros privados que aligeren el disgusto del impago. Y, menos, claro, entre todo ello y la oferta menguante de casas en el mercado. 

Hace años una conocida parlamentaria de Podemos denunció, y desahució, a su arrendatario por moroso. La noticia se aireó aleteada por la demagogia y, por lo que se contó, ella tenía razón, como la tienen miles en su mismo estado. El programa, y la ministra, podían haber dedicado tres minutos a esa realidad. Pero para qué insistir. Por lo visto España se divide en grandes tenedores –¡cinco, diez pisos!– y el pueblo sin techo. Lo demás, excepciones sin brillo, menudencias sin voz.