Lo de Irulegi a algunos les ha sentado como una mano de hostias, ya me perdonarán. Yehuda Amijai sentía “miedo de lo que el pasado me hará en el futuro”, y de igual modo aquí unas letras antañonas, jamón ibérico para filólogos, historiadores e Iker Jiménez, han provocado pánico y rechazo entre los vascófobos del tercer milenio. Por de pronto se han metido a paleógrafos y antropólogos, y con el mismo ímpetu hablan del vocalismo tartésico y de la vecindad forana. Al menos han ganado en curiosidad. Mano de santo, pues.

En un país normal no haría falta que el carbono 14 echara una mano, una hermosa mano, para certificar o desmentir algo tan obvio como la vasquidad, o protovasquidad, de parte de Navarra. Por estos pagos en cambio muchos andan deseando que esa mano en verdad sea la de Fátima, la de Maradona, la de Retegi con esparadrapos, cualquiera salvo la que parece ser. Sería entendible que en un arrebato artístico soñaran con la mano de Miguel Ángel. Lo triste es que por puro sectarismo cambiarían la vascona hasta por un frigopié.

Sin duda celebrarán con cortes de manga si al final se trata de una falsificación: ¡Manos arriba, esto es un atraco! Mientras, no pararán de exigir el VAR, de auscultar el hallazgo con unos prejuicios paleolíticos. Hay que tener una identidad muy poco sólida para recelar tanto de un humilde sorioneku, y nula confianza en el propio ideario político para tomar un amuleto de bronce por un peligrosísimo enemigo. Donde hay una palabra, ven una amenaza. Donde una mano, un manotazo. Para hacérselo mirar, eso de vivir en el pretérito presente.