“soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio”, se bautizó Truman Capote. El lema heráldico traspasó fronteras y, sin embargo, al menos la mitad resultó ser mentira verdadera. Según confesó a Lawrence Grobel, aunque durante una época sucumbió al trago y las pastillas, “de ningún modo soy alcohólico ni drogadicto”. Así crecen los mitos. La triunfadora Meloni también anda por ahí aireando su ego, y para elevarse no ha necesitado trampear la biografía, esa vida suya tan extravagante: “¡Soy Giorgia, soy mujer, soy madre, soy italiana, soy cristiana!”. Enhorabuena.

Un día pedí un vino en Madrid y el camarero estudiaba Filosofía: “¿El señor lo desea blanco, tinto o le es aleatorio?”. A Giorgia Meloni nada de sí misma le es aleatorio, fortuito, casual, y sin reparo podría ideologizar su pelo –¡soy rubia!– y su equipo –¡soy de la Roma!–. Ni siquiera ha desaprovechado la inaudita circunstancia de, siendo mujer y madre, italiana y cristiana, tener un par de pechos, sin duda fruto de una decisión divina tomada al conocer su apellido. Tras enseñar las tetas cubriéndolas con melones, capaz la veo de subrayar su blancura pintándose de negro.

Es el signo de los tiempos. Ya no importan el sudor marxista de lo que haces ni el valor burgués de lo que posees, sino aquello tan de abolengo, nobleza y alcurnia, de ser lo que eres y encima victimizarte. “¡Eso no me lo pueden quitar!”, ha concluido agónica y retadora aludiendo a su identidad. Como es sabido, en Italia se prohíbe ser Giorgia, mujer, madre, cristiana y hasta italiana. Y la pizza es ya manjar clandestino, entre Santo Grial y nécora furtiva.