Ahí está Puigdemont mirándose el ombligo. No le faltan motivos. A su alrededor aletean mil moscas persiguiendo su miel. Sánchez rogando que disfrace esa hiriente cuestión de confianza y que mire con mejores ojos los Presupuestos. Feijóo echando pelillos a la mar. Junqueras mendigando un abrazo en Waterloo. Jamás un derrotado dispuso de tanta influencia y capacidad de intimidación dentro y fuera de su país. En Catalunya como bastión indestructible y guardián de las esencias de ese romanticismo independentista que trata de buscar su nuevo rumbo. En Madrid, como ese permanente objeto de deseo para apuntalar con sus siete votos cualquier mayoría parlamentaria, a izquierda o a derecha. Caretas fuera. Aquí ya todo se ha reducido a una cruenta cuestión de poder. O se tiene o se muerde el polvo. Sin tregua ni ética. Barra libre para la mentira, el engaño, los bulos o las fake news más dañinas. No hay espacio para la cordura, el diálogo sensato o la visión de Estado. Una gran parte del país vive a sobresaltos. Casi siempre, alrededor de los tribunales. Con mucha frecuencia, en desayunos, tertulias y riñas mediáticas. Entre unos y otros, la tormenta perfecta para la estridencia.

Mientras tanto, el resto silencioso de la ciudadanía aplaude la enésima subida del salario mínimo, sigue indignada por la inoperancia política en materia de vivienda y, a ratos, siente que la llegada de inmigrantes representa un problema que casi nadie quiere solucionar.

Ahora bien, unos y otros coinciden en que el fiscal general ha pisado innecesariamente un charco bastante grande, que el novio de Ayuso va ganando el relato a pesar de sus sucios trapicheos, comisiones y de su reconocida condición de defraudador, que el Gobierno hace aguas, que hay un cierto aroma de descaro de Sánchez con la ley Begoña y en que, desde luego, Puigdemont vuelve locos a todos, mucho más después del aviso de este viernes.

Tela de araña judicial

Otra vez un guiño de hondo calado social, en esta ocasión la nueva mejora del SMI, se ha visto enmudecido por la imparable tormenta judicial. Este tipo de fotografía no es nueva y resulta desalentadora para la proyección del Gobierno. El sector socialista parece atrapado en la tela de araña de demasiadas togas. Le viene suponiendo un desgaste evidente y una pérdida de crédito preocupante para sostener su estabilidad. Su presidente lo trata de disimular a duras penas. Un día con Franco y otro rescatando propuestas sobre la vivienda. El denodado intento apenas le dura un soplo. Basta un teletipo de Supremo para que nadie tenga en cuenta sus intenciones más allá de escurrir chanzas sobre los 100 actos recordando la muerte del dictador. La carga de su hermano, su mujer, Ábalos, los fiscales o la munición de Aldama pesa como una losa.

Bajo semejante contexto, Feijóo sigue confiando en que la manzana caerá madura del árbol. Sus aduladores emocionales le alientan en el empeño. Los más cerebrales, en cambio, perciben sensatamente que la espera se les puede hacer tan larga como exasperante. Saben que el equilibrista Sánchez tiene aún muchas bazas a su favor a pesar de sentirse rodeado, incluso sin Presupuestos. Por eso, ante la disyuntiva más pesimista pero posiblemente la más real, el líder del PP se ha liado la manta a la cabeza: Puigdemont ya no es el diablo. Todo un ejercicio de funambulismo ideológico que hace apenas un mes habría soliviantado hasta poner pie en pared al sector ayusista y al PP catalán. Ya no. Son tales las rabiosas ansias dentro y fuera del Congreso de echar a Sánchez que este giro copernicano empieza a ser abrazado sin descarga eléctrica en Génova.

En esos termómetros de situación política que representan los desayunos madrileños, Feijóo comprobó esta semana que nadie le rechista el exótico método elegido para olfatear –no pasará de ahí en un tiempo– un posible golpe de mano. Respaldado por una concurrencia que desbordó el aforo previsto, el presidente popular les desgranó su estrategia que, de momento, está en manos de otros y donde no se esperan mudanzas. Tampoco en la suerte del empeño de incorporar adhesiones colaboran esperpénticas comparaciones como las que torpemente han hecho el incalificable Carlos Mazón y algunos cayetanos de Nuevas Generaciones al referirse a los dramas de Gaza y Valencia. Típicos resbalones de un sector de esa derecha que sigue sin encontrarse a sí misma, incapaz de taponar las vías de agua que le crea Vox con sus discursos alarmistas y posiblemente envidiosa al ver a Abascal mirándose al ombligo como invitado de referencia en la toma de posesión de Trump.