Puigdemont se ríe de Sánchez. Le tiene a sus pies. Le valen siete escaños para condicionar una legislatura, todo un gobierno y hasta un rumbo constitucional. Tras arrancar la amnistía para asegurarse una libertad aún pendiente, no obstante, de validarse, vuelve a apretar las clavijas como moneda de cambio. Ese líder olvidado hace diez meses, denostado incluso por un amplio sector de la familia independentista por su megalomanía, se sube ahora al Olimpo cual mesías para imponer sus egoístas voluntades. Una desquiciante pirueta que sumerge en la incertidumbre a todo un Estado que ha asistido a la fragmentación partidista y ciudadana por la gestación de tan polémica ley, concebida para borrar los delitos del procés a cambio de investir a un presidente que, ahora, siente en carne propia que la estación término para la convivencia real en Catalunya queda aún lejos y por caminos sinuosos. Esta intrincada ecuación sigue sin resolverse.

La inagotable exigencia catalanista desnuda a Sánchez, o esta vez quizá hasta lo desquicia. Resulta verosímil que el presidente creyera erróneamente que la amnistía era sinónimo de estabilidad, de carta blanca cuando se garantizó en Suiza los apoyos restantes para su investidura. Puro espejismo. Puigdemont solo concibe su razón de existir investido al frente de la Generalitat. Solo ahí, en su descarada ambición por el poder, es donde coinciden estos dos narcisistas dirigentes, condenados a entenderse paradójicamente por sus propias debilidades

La amnistía no es entendida como una concesión por Junts, principalmente, ni por ERC, que se suma al coro por la cuenta que le trae tras su debacle. Representa para estas formaciones no solo una reparación de la injusticia política, policial y judicial sufrida, sino el punto de partida hacia la exigencia latente del referéndum. Así las cosas, la denodada apuesta de la mayoría parlamentaria por la distensión en un terreno inflamado gracias a la incomprensión del PP y el maldito 155 –y no exenta de una descarada conveniencia para investir presidente al líder socialista–, corre un fundado riesgo de adentrarse en el laberinto maldito.

Cuando Puigdemont exige a Sánchez que sacrifique a Illa en su egoísta interés pudiera pensarse que sigue sin leer los resultados del 12-M. Más bien no los quiere saber porque le incomodan, delatan su derrota. Pero sumerge la vida institucional en la inestabilidad. Su reivindicación personalista no es comparable con la del líder socialista tras las elecciones generales, aunque haga de ello su lema reivindicativo. El adalid de Junts carece de los votos para una mayoría parlamentaria a diferencia del paladín del PSOE. Le da igual. Se cree investido para abanderar hacia la tierra prometida a una parte ya minoritaria del censo catalán. Por eso se enrocará hasta La Moncloa se sacuda la presión y busque otras vías de escape. El momento de engrasar las concesiones a los republicanos, empezando posiblemente por algún guiño con Marta Rovira, o las primeras negociaciones de una futura financiación autonómica a la carta.

La pelea judicial

Puigdemont no cejará en su empeño, pero algunos fiscales y jueces, tampoco en el suyo para cortocircuitar la aplicación de determinados beneficios penales de la ley de amnistía. Además, no está descartado que lo consigan. Como mínimo, que lo retrasen con el aplauso de la ensoberbecida derecha que en el caso de Vox ofreció un dantesco espectáculo barriobajero en la última cita del Congreso.

Quedan muchos capítulos para desentrañar la suerte de este nuevo enjambre creado. Las europeas suponen el entremés. Al PP le basta con una victoria, aunque fuera por la mínima, para elevar el diapasón de su reiterado soniquete del adelanto electoral mientras azuza cualquier fleco que se le presente con Begoña Gómez. Sería entonces la tercera victoria en una confrontación estatal y ese dato, que tranquilizaría por bastante tiempo a Feijóo en Génova, encierra, además, un claro mensaje por encima de consideraciones interesadas. Al empeño contribuirá la desaforada campaña que los populares desplegarán contra la amnistía, a cuyo empeño se suma intencionadamente el socialista Page para abrir la herida con los suyos. Siempre será un compañero de viaje con actitudes menos despreciables que las zafiedades de la ultraderecha.

A partir de ahí, quedaría la incógnita catalana. Sencillamente: Illa o la repetición electoral. Una tesitura que abraza Sánchez sin problemas porque sabe de la fortaleza del PSC y le aporta la disculpa precisa para afear al independentismo su obstinación enfermiza por el poder. Otra ecuación por resolver.