El independentismo no va a gobernar Catalunya. El globo de Puigdemont se ha pinchado. Solo quedan sus bravatas. Soflamas para la galería. Pura nostalgia. Illa se ha ganado el derecho a pilotar nave de un nuevo tiempo. Como mínimo, a comandar las negociaciones sin apriorismos. Sin ansiedad. Queda tiempo. Como mínimo, hasta que pase la efervescencia de las europeas. Nadie quiere ahora enseñar sus vergüenzas. Mucho menos ERC, todo un barco a la deriva. Un enloquecido laberinto donde el estrepitoso descalabro electoral eleva el precio de una despiadada lapidación interna.

Puigdemont zigzaguea por su mundo imaginario. Reniega de la realidad. Se siente intimidatorio, poderoso, mesiánico como siempre. La derrota es de los otros. Su narcisismo le impide entender que su capacidad destructiva ya no es igual. La mayoría independentista desapareció. No hay margen para la componenda de una alternativa consistente. Tan solo pura escenografía, retos desafiantes de su caudillismo, golosinas para encelar a una clá reanimada. En apenas un mes le espera la oposición. Eso sí, amnistiado y en su casa, socavando sin desmayo al socialismo en el Parlament y amenazando la estabilidad de Pedro Sánchez. Pero hasta ahí. Ponerse de repente del lado de Feijóo sonaría a sarcasmo, a rabieta infantil de una endiablada justificación. Incluso, bastarían un par de desplantes humillantes en el Congreso para que sonaran rápidamente los ecos de un adelanto electoral.

Illa solo tiene paciencia y ojos para ERC. Por convicción y por conveniencia. Respetará su lógico duelo y su inevitable ajuste de cuentas hasta el límite reglamentario. Los republicanos independentistas son la tabla de salvación para que el PSC recupere el poder en la Generalitat, y posiblemente le dure mucho tiempo. Para ello, le valdría con una abstención crítica –bastante factible– y así desbloquear el jeroglífico que han dejado los resultados del 12-M. Posiblemente lo harán. Una vez que superan su estado de obnubilada desesperación sería la única alternativa al suicidio que les supondría forzar una repetición electoral. Eso sí, un desenlace del que Oriol Junqueras se limpia las manos fingiendo una dimisión en diferido que ensombrece sus acreditadas luces largas. Quizá este líder carismático y absorbente gurú no ha asumido el mensaje de las urnas ni analizado la contundente rebelión interna a la que se asiste en ERC. Bien podía augurarlo porque conocía de primera mano las diferencias clamorosas entre los bandos de quienes mandaban en el Govern y, de otra, quienes seguían al poder orgánico. Solo podía conducir a la hecatombe. Consumado el naufragio, vendrá el engorro de la traumática decisión sobre la investidura. Un trago amargo para Marta Rovira, acomodada en Suiza tras su huida y harta de una lucha plagada de sinsabores políticos y personales.

El acoso a Sánchez seguirá desde la derecha a pesar del resultado catalán. El PP se ha envalentonado al quintuplicar sus menguantes tres escaños, aunque un poco menos de lo que desearía. Ya no hay tanta euforia en Génova de cara a las europeas. La machacona advertencia del líder socialista al peligro del recorte de libertades y su rentable referencia a la polarización aminoran las expectativas de los populares, que siguen siendo favoritos, aunque igual de torpes con sus interpretaciones sobre la realidad. La cacofonía al (mal) interpretar la suerte del procès desluce la entidad de un partido con responsabilidad de gobierno y, desde luego, desnuda la coordinación de su sala de máquinas.

La histeria volverá la próxima semana a las Cortes. Queda convocado un macropleno con todos los temas incendiarios que se presuponen. Principalmente, el caso de Begoña Gómez y los guiños a sus amigos desatarán todas las pasiones verbales. Una ocasión propicia para contribuir al desgarro insufrible entre las dos trincheras a la búsqueda alocada del verbo ácido, de la acusación hiriente y del discurso sin fundamento. Tampoco sería extraño que las cuentas pendientes del 12-M planearan sobre la interminable sesión que se prevé. Siempre hay que encontrar una disculpa a mano para alargar la confrontación.

En la calle, otra vuelta de tuerca a la batalla campal de los fiscales. La cruzada azuzada desde Madrid para la protección de la pareja de Díaz Ayuso alienta las fundadas sospechas ciudadanas de una politización inagotable de la justicia. Ahora bien, la respuesta tampoco se queda anémica. Por el medio, la batalla de la fusión bancaria donde Sánchez quiere demostrar la realidad de todo su poder.