Llegan las emociones incitantes. Propias de un viaje a lo desconocido. Y soplan turbulencias desestabilizadoras. El pacto de Bruselas alumbra un gobierno, sí, pero abre, a cambio, un boquete político, constitucional y jurídico de consecuencias inimaginables. Por siete agónicos votos y un comprensible deseo irrefrenable de que la derecha no llegue al poder, Pedro Sánchez arrastra interesadamente a su país a un escenario desafiante por inédito y jamás imaginado por nadie hasta un minuto después de cerrarse las urnas del 23-J. Un acuerdo estereotipado entre la izquierda y el independentismo, con Catalunya como telón de fondo, sin más convencimiento ideológico que la necesidad del poder, de un lado, y de aprovechar en beneficio propio la debilidad del contrario, por el otro. Una auténtica daga que ahonda, de paso, la frustración del PP hasta unos inquietantes niveles, capaces de nublar el obligado sentido de la responsabilidad de su dirección para alejarse sin excusas de las deplorables algaradas vandálicas de un fascismo rampante.

Salvo errores tipo Casero, en unos días Sánchez volverá a ser investido presidente. Pagará a cambio un alto precio nunca sospechado. El rosario de sus cesiones jurídicas, financieras, presupuestarias y fiscales a ese bloque independentista que blandió el procès hasta su derrota y que lo ha ido pagando con sus caídas electorales, ha levantado en armas dialécticas a un selecto club de incontables enemigos. Es aquí donde convergen en su indignación la mitad menos uno de los diputados del Congreso, la mayoría del Senado, todas las asociaciones judiciales de derechas e izquierdas, la práctica totalidad de presidentes autonómicos, tres de cada cuatro grupos mediáticos, inspectores de Hacienda, los jueces boicoteadores de siempre, los cayetanos fascistas y los nostálgicos franquistas. Para hacerlos frente se sitúan la apurada mayoría suficiente del Congreso, el Fiscal General del Estado, el presidente del Tribunal Constitucional y el respaldo moral de medios y tertulianos de confianza de la izquierda. La batalla se augura interminable, desgarrada, espuria y, por tanto, despreciable.

Nada está escrito sobre el previsible desenlace de esta aventura institucional que arranca tan condicionada por la permanente sombra judicial. Queda lo más difícil. Pasar a limpio las buenas intenciones del papel. Más allá de esa sospechosa advertencia del comisario conservador de Justicia de la UE sobre el contenido de una proposición de ley de amnistía que nadie conoce todavía, no es baladí por su futura trascendencia el clamor sin fisuras de todas las asociaciones judiciales contra el favoritismo que Puigdemont blinda para la suerte penal de sus soldados más fieles.

La cesión, para algunos humillante, del PSOE al reconocer la judicialización de la política –sinónimo del exótico término lawfare que parece utilizado interesadamente para distraer la importancia de su alcance– alimenta las razones de quienes se sienten violentados intelectualmente por la magnanimidad de Sánchez para alcanzar sus propósitos particulares. Queda también en el bloque del enojo ese despreciable pero aguerrido pelotón de reventadores ultraderechistas, bajo el eufemismo de resistencia civil, que se han apropiado con demasiada facilidad de algunas calles para exhibir un radicalismo incendiario que pisotea el más elemental derecho a la convivencia entre diferentes. Son un retrato de esa base sociológica de Vox que amenaza con contaminar al PP al amparo nada inocente de ese rechazo compartido contra las prebendas al independentismo y a su temor a la ruptura de la patria.

Desgraciadamente, la deplorable rebelión contra las sedes socialistas y el insultante asedio al Congreso no van a ser flor de un día. La sucesión que se presupone ante la inminente sesión de investidura del presidente socialista representará, no obstante, una oportunidad para que el PP marque decididamente distancias en su discurso con el fascistoide comportamiento de sus compañeros de coalición. Hasta entonces, a cruzar los dedos inmersos en la vorágine infinita de la polémica, la interpretación siempre interesada sobre la repercusión de esas cuatro páginas ideadas desde Waterloo y que pacientemente ha esperado a recibirlas Santos Cerdán en una imagen diaria tan abyecta. Un desasosiego continuo, provocado por el retraso vengativo de Puigdemont que siempre se ha sentido dominador de la situación, hasta propiciar el desenlace en la fecha talismán del 9-N, mientras aguijoneaba la credibilidad del propio Sánchez en favor de escépticos y críticos.