Ojo a la presión de la olla patriótica. Hay demasiados nervios en la Corte. Y eso no es buen presagio. En el PP, porque pierden el oremus cada media hora. Estalla Aznar. Dinamita Ayuso. Cruje Feijóo. El PP acaba noqueado y a la búsqueda por enésima vez de ese sitio incapaz de encontrar. A su vez, en el PSOE aflora el desasosiego porque hay vértigo al abismo que supone alcanzar un armisticio con los rebeldes del procés. Tal pavor al efecto demoledor de que afloren grietas internas que han decidido expulsar, por fin, a Redondo Terreros como dinosaurio hereje de la causa. Prietas las filas, vienen a advertir, para que nadie se mueva en estos tiempos de arriesgada mudanza. Joaquín Leguina podría haber ido en el mismo paquete, pero su incidencia en la conciencia socialista es igual a nula. El jarrón chino de Felipe González ya es otra cosa.

Hay mucha convulsión en Madrid por el enjuague entre Puigdemont y Sánchez. Ambos no son políticos de fiar –ni siquiera entre sí– por su trayectoria, aunque lideran batallones entregados a sus respectivas causas. Hasta hace unos días ambos se tenían por enemigos irreconciliables. Hasta ayer, Junts deambulaba desahuciado como alma en pena por los escaños del gallinero del Congreso mientras ERC acaparaba todos los focos. El rebelde president era considerado un anacronismo más aquí que allá. Hoy, los teóricos neoconvergentes, curiosamente, tienen el mando decisorio en la plaza española. Del signo de su pulgar, con 7 escaños y 400.000 votos, depende un gobierno o la repetición de elecciones. Para muchos, incluidos votantes del PSOE, resulta difícil de asimilar aunque, a cambio, siempre tendrán ante el espejo las incongruencias, muchas veces grotescas y desnortadas, de PP y Vox para asumir más fácilmente que no queda otra alternativa.

Ahora mismo, la amnistía suena a sinónimo de felonía para la derecha, la inmensa mayoría de la casta judicial, el pensamiento conservador y esas incendiarias terminales mediáticas que tanto daño hacen a la estabilidad del PP sensato. Ante semejante escenario insurgente, sostenido por razones jurídicas de calado, la izquierda se ha tendido la ropa. Ha levantado el pie del acelerador. No quiere contribuir a un escenario que se empieza a mostrar bastante proclive al enfrentamiento ciudadano, que quizá vaya a producirse más pronto que tarde por cualquier mínima chispa que salte. Pero tiene que llegar el día de poner las cartas sobre la mesa, de desvelar el elevado precio de un acuerdo. Ahora bien, por razones estratégicas fácilmente comprensibles, nunca será antes del 17 de octubre, fecha de la más que presumible investidura de Pedro Sánchez.

Debería decirse cuanto antes: las bases jurídicas de la ley del borrón y cuenta nueva están muy encarriladas. El empeño político en sacar la causa adelante, mucho más. No hay vuelta atrás en propiciar la amnistía y luego seguir negociando, salvo que suenen con estruendo trompetas impensables a estas alturas de la democracia. Quizá entonces, como reacción impulsiva a tamaña excepcionalidad, se ensanche todavía más la conciencia ciudadana y partidista de que resulta perentorio aprobar para siempre las asignaturas pendientes.

Tampoco debería olvidarse el efecto de los jarrones –chinos y de porcelana, en este caso provocan el mismo efecto– y dinosaurios en este enjambre de sensaciones enconadas. No es una casualidad la irrupción de Aznar. Más bien es un torpedo en la línea de flotación del timorato Feijóo y su cuarteto de estrategas de medio pelo. Otro tanto ocurre con las voces del felipismo, cada vez más desafiante del caudillaje sanchista y que lo hacen a pecho descubierto, posiblemente como reflejo poderoso de su hartazgo. Componen así una descriptiva fotografía que desnuda la ruptura impepinable que se avecina entre la clase política y que dará sus primeros pasos en la próxima legislatura. Existe una mayoría política, dinamizada desde la periferia, que ha decidido pasar la página de cuanto significó la Transición. Que entiende llegado el momento de una sólida madurez cívica para encarar nuevos retos en la configuración de un Estado diferente, más acorde a las exigencias reales y con luces largas, sobre todo en la asignatura territorial. Puede ser, desde luego, el rechinar de dientes. La diferencia entre los dos grandes bloques políticos y sociológicos aflora tan exigua que resulta una temeridad prever el desenlace. La actual crispación, que irá en aumento con las mechas encendidas de las manifestaciones convocadas, augura el desenlace más temerario.