En un principio, todos estaban contentos. Feijóo, porque recibía el premio de consolación que tanto ansiaba. Sánchez, porque así vería cocerse al rival en su propia salsa mientras gana tiempo para llevarse el gato al agua. Junts, porque tiene un mes para pavonearse –con razón– de acaparar todas las miradas. El rey, porque se ha sacudido un marrón siempre indigesto y de enrevesada explicación. Y el resto del censo, porque ya saben que una hipotética repetición electoral no les trastocará las vacaciones navideñas. Hasta que llegó él, el macarra Luis Rubiales y enervó a todos con un desafío al gobierno que tanto le ha ido protegiendo durante sus tropelías, al mínimo decoro y a la sociedad sensata.
Se estaba sucediendo una semana ajironeada por un carrusel de gestos con indiscutible mensaje propio. Ese presidente del PP asaeteado por la responsabilidad que traía escondida al Congreso desde La Zarzuela. Ese Abascal combinando el palo y la zanahoria en el enésimo capítulo de esa novela de intrigas sobre el teórico hermanamiento de la (ultra) derecha. Ese magnánimo guiño del PSOE cediendo escaños a Junts, ERC y PNV para que formen grupos parlamentarios allá donde no llegan. Esa campaña inasequible al desaliento de la armada mediática de Génova alentando sin escrúpulos la desesperada búsqueda de cuatro votos. Y en éstas, irrumpió el mamporrero Rubiales gesticulando obscenamente con sus genitales y su desaforado machismo besucón. Abrió de sopetón la caja de los truenos con un derroche de incontables memes, editoriales, denuncias, críticas, presión social, amenazas de inhabilitación que parecían converger en una merecida dimisión. Se lo pasa por el arco de su testosterona. Acorralado, este pendenciero se refugió en estómagos agradecidos que aplaudieron sus fechorías y así alargar su agonía pocos días más.
En cuestión de desafíos, también busca Feijóo el más inverosímil. La propensión a su fracaso va en el empeño. Pero le asiste la razón política de 11 millones de votos, un caudal de 172 diputados apiñados en un bloque aislado y la constatada realidad de que enfrente, por el momento, solo hay conjeturas de buenas intenciones. Sobre estos mimbres quiere el ganador de las elecciones tejer el cesto de la investidura ante la perplejidad compartida, y con fundamento, en su propia casa.
Llega a tales cotas la obstinación por negar la evidencia que destila el endiablado resultado del 23-J que el PP fía su suerte a las ensoñaciones. Es entonces cuando torpemente airea primero y se retracta luego el fantasma espurio de una segunda edición del tamayazo, aquel siniestro sinónimo de flagelar la democracia. Incluso, cuando cuchichea entre amanuenses dispuestos a difundir sin criterio contrastado que aún es posible acercarse al PNV para tentar la suerte de sus cinco diputados. O esa pirueta circense para comprensible delirio de muchas voces constitucionalistas de su partido al escuchar como su dirigente y novelista González Pons dibuja a Junts como partido fiable de larga tradición y legal. Esta boutade sin gota de rubor es digna de análisis o, para muchos, de una irónica carcajada.
Mientras Feijóo busca quien le reciba con un pronóstico de rechazo más que previsible, Sánchez dispone de más tiempo para que sus juristas de confianza allanen el camino de una amnistía en diferido, su auténtico desafío a la legalidad. Su única preocupación. Descarta absolutamente un portazo de ERC, EH Bildu y PNV, con quienes va a negociar como siempre, al límite del abismo, ahí donde mejor saber desenvolverse. Da por hecho que ninguno de estos grupos quiere hacer presidente al líder del PP. En el peor de los casos, un desacuerdo que lleve a la repetición electoral tampoco le causaría un trauma.
El enigma es Junts y lo demás, tierra conquistada, pensará Sánchez. Sabe que queda mucho camino por recorrer porque la elección de la Mesa del Congreso tiene ribetes de espejismo. La sombra alargada de las exigencias de ANC inquieta sobremanera a Puigdemont y a sus terminales en Catalunya. Ahora mismo, esta poderosa organización no ve razones suficientes para entregar en bandeja la investidura al candidato socialista. Ahora bien, queda mucho tiempo para remover conciencias y, principalmente, buscar alternativas sugestivas con un poso de credibilidad siempre superior al experimento con gaseosa de González Pons. Gestos de calado. Que luego se cumplan ya será cuestión de tiempo y, sobre todo, de voluntad. Un compromiso que calme a las masas y no las irrite.