Ya no era peligroso

– No me canso de repetir una de mis máximas: la muerte no nos hace mejores personas. En el caso de Silvio Berlusconi, fallecido ayer a los 86 años después de ni se sabe cuántas salvaciones milagrosas, hay poco que explicar. Simplemente, era un mal tipo en lo personal y en lo político, que en él confluían en una misma cosa. Me parece un estúpido derroche de energías y un todavía más estúpido ejercicio de hipocresía caer en la tentación de cualquier parecido a un elogio fúnebre. Es más, estoy convencido de que lo mejor que se puede decir de él tras el hecho biológico es que desde hacía un tiempo había dejado de ser peligroso. No porque no conservara su natural maligno, sino porque sus hijastros políticos lo habían convertido en esa patética máscara cerúlea que era su rostro desde la enésima reconstrucción plástica. Aunque conservara cierta influencia, en caso de haber prolongado su estancia entre los vivos, no se hubiera comido un colín en la península de la bota.

Los orígenes

– De la torrentera de glosas que han seguido al tránsito del individuo, me quedo sin dudarlo con tres frases redondas de la periodista Anna Bosch. De entrada, la fina analista nos recordaba que el tipo llegó a la política tras la gran operación anticorrupción que desmontó el estado italiano de la posguerra. Es decir, una de esas situaciones que demuestra que no hay buena acción sin castigo y que el infierno está alicatado hasta el techo de buenas intenciones. La implosión de la Democracia Cristiana y el Partido Socialista en Tangentópolis dio paso, como subraya Anna, a esa idea de que “todos son iguales”, y, manda carallo, el voto antisistema y buena parte del prosistema se fueron en masa a un fulano que tenía como aval haber triunfado como dirigente deportivo en aquel Milan de leyenda de los 80 y, sobre todo, como rey Midas empresarial, con su emporio comunicativo, Mediaset, como punta de lanza.

Y amigo de Putin

– La cuestión es que, con algún alto y algún bajo, el individuo cosechó el favor popular durante 30 años. Y lo hizo a pesar de los incontables procesos judiciales que iban desde la rapiña más descarada a todas las formas posibles de prevaricación, pasando por el más amplio catálogo de abusos sexuales, incluyendo menores entre sus víctimas. Nada, en realidad, que le pasara gran factura, como tampoco se la pasó, ya en sus últimos meses sobre la faz de la tierra, su indeleble y mil veces defendida amistad con el matarife Vladimir Putin, a quien consideraba ejemplo de virilidad, gallardía y patriotismo. Alguien así no debería descansar en paz. l