Ilustre pitada

– Qué plasta más inmensa anteayer, con la concesión de un papelín que reza “Alumna ilustre de la Universidad Complutense de Madrid” a la lideresa de la comunidad artificial, Isabel Díaz Ayuso. Conforme al aburridísimo guion previsto, los tirios progresís se lo tomaron como el agravio de los agravios y el insulto de los insultos. Enfrente, la bancada de extremo centro hacía la ola y se ciscaba en los que, a la entrada del insigne templo del saber, chiflaban a la doña y le mentaban a la madre. Uno de esos tuiteros que sientan cátedra siempre a favor de obra se sacaba de la sobaquera la comparación de cuatro duros. “Abuchear a Pedro Sánchez en el desfile militar es libertad de expresión. Abuchear a Ayuso en la Complutense es atacar la libertad”, sentenciaba, seguro del aplauso de la entregada claque megamaxiantifascista. Este ingenuo tecleador osó –hay que ser temerario, sabiendo cómo las gastan los señaladores de enemigos del pueblo– anotar que la chisporroteante comparación era perfectamente reversible.

La misma vara

– Es decir, que si cuando pitan a Sánchez el 12 de octubre en la parada de los monstruos de la Hispanidad, te parece una falta de respeto institucional del recopón, canta La Traviata que jalees a las criaturas que le montaron el cirio a Ayuso. Y, lógicamente, insisto, viceversa. Así que, si queremos ser intelectualmente honrados y, de paso, ser coherentes o esforzarnos por serlo, deberíamos medir los hechos con la misma vara. Personalmente, tampoco me parece el apocalipsis dedicar una pitada (aunque sea injusta) a un representante público, siempre que no se traspasen ciertos límites, especialmente físicos. Rodear, empujar, encararse y, desde luego, agredir no son actitudes defendibles bajo ningún concepto en nombre de la libertad de expresión u opinión. Tampoco proferir gritos como “¡Asesino!”. Ni con Ayuso, ni con Sánchez, ni con María Chivite, ni con Iñigo Urkullu, ni con Irene Montero, ni con Arnaldo Otegi.

Regalo de campaña

– Por lo demás, y volviendo al acto del martes en la facultad de Periodismo (yo la llamo con su viejo nombre) de la Complutense, no parecía difícil imaginar cuando se ideó que acabaría en lo que acabó. La primera que lo sabía era la abroncada y, todavía mejor que ella, su taimado jefe de gabinete. Ambos son perfectamente conscientes del valor en votos de la gresca. Sale a cuenta pasar un mal rato. Los que parecen no pillarlo ni por asomo son sus rivales políticos, que, después de ver fracasada una y otra vez la estrategia del ruido, siguen regalándole la campaña a la emperatriz de Sol.