Aunque parezca mentira, me pongo colorado al reconocer públicamente que no tengo una idea demasiado clara de lo que es la deflactación del IRPF. Creo captar, en todo caso, que supone una reducción de lo que debemos apoquinar a las arcas públicas. Por lo que toca a los bolsillos propios, habrá que decir que ni tan mal. Otra cosa es que a uno le dé por cavilar y concluya que la medida le viene igual de bien a quienes viven al día que a quienes tienen el riñón cubierto. Diría, incluso, que mejor a los segundos que a los primeros. Pero, sea. Puesto que en materia fiscal, la experiencia me dice que puedo fiarme de quienes nos gobiernan en la demarcación autonómica y en cada uno de los territorios, no me subiré a la parra demagógica ni suspicaz.

Cosa diferente es que no levante la mano para pedir una gotita de mesura y, más importante que eso, que sigamos transitando nuestro propio camino ajenos a la tontiloca e interesada carrera por bajar los impuestos que se ha instaurado a nuestro alrededor. Que no está mal aflojar las sogas en torno a las gargantas de los contribuyentes, pero debemos tener claro que ese alivio no puede implicar que no ingresemos lo necesario para mantener los pilares del estado de bienestar por el que apostamos y del que no hemos abjurado, que yo sepa. En consecuencia, defláctese hasta donde sea útil y realmente necesario pero ni un céntimo de euro más. No podemos permitirnos que el pan para hoy sea hambre para mañana. Y, ojo, que ya hoy hay conciudadanos que pasan muchos apuros. Nos estamos jugando lo más valiosos que tenemos. Por eso procede ir con tiento.