Las campañas electorales son la primavera política en la que brotan en los partidos nuevas ideas y compromisos. El periodo en el que también florecen las legítimas y necesarias reivindicaciones sociales. Y, no por casualidad sino por causalidad partidista, germinan los tribunos de la plebe que hacen sonar el badajo de los problemas sociales, sólo en los pueblos en los que no gobiernan, para generar un contexto de alarma. Como antaño, tañen las campanas de aviso de incendio con el mayor número de temas posibles para que parezca que todo está en llamas. Es inevitable no sobresaltarse ante tamaño repiqueteo aunque, finalmente, muchos siguen a lo suyo conocedores de que los que tiran de la cuerda para golpear la campana, lo hacen más para alimentar el fuego del desasosiego social que para dar ideas de como prevenirlo o apagarlo. Y, sin embargo, esta otra primavera en la que estamos, podría ser una oportunidad para reverdecer el compromiso social con los problemas y, sobre todo, con las soluciones. El momento para comprender que los problemas, aunque no nos afecten ni en forma, ni en intensidad, de la misma manera, a veces incluso con insultante diferencia, no son sólo de unos, sino de todos. El tiempo para defender que, frente al “mientras a mí no me afecte”, es imprescindible concebir los problemas como dificultades comunes para así alejarnos de una sociedad en la que las personas coexistan, y acercarnos a una en la que convivan. Y, sobre todo, la ocasión para buscar soluciones, esquivando aquellas que sólo tengan en cuenta a una parte, así como a las que quieran satisfacer a todas por igual. Ahí radica el arte y la artesanía de la política: promover una mirada común de los problemas para luego buscar alternativas que, sin aspirar a ser perfectas, sí se comprometan, gracias a su proceso de elaboración colaborativa, a ser soluciones compartidas.