Si un turista visita alguna de las muchas ciudades españolas que celebran la Semana Santa, es muy probable que crea que el fervor religioso aún late con fuerza en esta esquina del continente. Digamos que, como ha sido mi caso, si mira el caso de Cuenca, comprobará que bajo los cientos de capirotes, no esconden su rostro señores mayores. Sus cuerpos y andares los delatan. Son más bien adultos y muchos jóvenes. Así que puede que el turista no esté tan confundido. Sin embargo, si conversa con el párroco, le confirmará lo que todas las encuestas llevan años diciendo: la religión católica hace décadas que va cayendo en picado. Sus iglesias como mucho se abarrotan de visitantes, pero no de feligreses. La espiritualidad en general y, muy especialmente la práctica de la fe cristiana en particular, se ha convertido en un acto en riesgo de extinción. También en Euskadi. La que antaño fue tierra de gran ardor religioso, hace tiempo que perdió aquella fuerza, hasta el punto en el que hoy, domina públicamente un tono anticlerical que considera que todo lo que huele a incienso es malo. Opinión legítima que alberga un olvido de nuestra historia y nuestras raíces que tanto decimos defender. Luego, para explicarle a nuestro turista lo que ocurre en Cuenca y en otros lugares, le diría que al igual que nos apuntamos sin rubor a la Navidad, el nacimiento de Jesús, también lo hacemos con su muerte, esto es, con la Semana Santa. Hacer vacaciones sí, pero ¿y lo de procesionar con tamaña devoción? Por algo tan elemental y más antiguo aún que la religión. El ser humano necesita sentirse parte de una comunidad, de un nosotros. Así, las procesiones son el evento popular a través del cual se reafirma el sentimiento de pertenencia. En tiempos de tanta tecnología y modernidad hay cosas que no cambian: querer dar un sentido a lo que somos a través de la comunidad.