El esperpento de la moción de censura volvió a poner sobre la palestra la persistente crítica al modelo autonómico. Más concretamente, a su sistema electoral que genera una supuesta inflación de la representación, de manera que con cuatro votos los otros nacionalismos, como el vasco o el catalán, obtienen más escaños que el resto. Lo dijo el señor Tamames, pero es sabido que otros diputados lo comparten, y no sólo por la derecha y la ultraderecha: el problema de España son los nacionalismos. Comunidades de ciudadanos insolidarios que odian lo español y sólo buscan chantajear con sus sobrerrepresentados escaños al inquilino de turno de la Moncloa. Las réplicas tanto de Aitor Esteban como de Gabriel Rufián al llamémoslo soliloquio del candidato Tamames, demostraron que son precisamente los dos principales partidos los que consiguen una mayor rentabilidad a sus votos, así como que, ¡oh, sorpresa!, Vox obtiene escaños por muchísimos menos votos. En todo caso, más allá del baile de números, lo que debería ser motivo de preocupación, uno entre tantos, es la normalidad con la que los supuestos guardianes de la Constitución reconocen en sede parlamentaria que, a su entender, el voto de todas las personas no debería valer lo mismo, al menos si no vota lo que ellos quieren. Ahí es nada, ¡viva la democracia! Y todo esto toca escucharlo cuando han sido los partidos nacionalistas vasco y catalán, esas benditas malas compañías del Gobierno de Sánchez, las que no sólo han hecho posible contar con presupuestos, sino que en el marco de éstos se hayan aprobado medidas de protección social fundamentales para todas y todos los españoles. No son pocas las piedras que aprietan los zapatos con los que camina España, pero hay una que lleva demasiados años enquistada en ellos: acordar la relación de convivencia entre los pueblos que en ella habitan.