a próxima semana comienza el proceso interno de renovación de cargos del PNV y, en torno a él, en los últimos días se han podido constatar las líneas de acción que propone el partido central de la política vasca, el que más respaldo y transversalidad suscita entre el electorado. En un entorno excepcional como el actual, las prioridades prácticas de protección de los derechos ciudadanos, tanto individuales como colectivos, y garantía de sostenibilidad de los servicios públicos como mecanismo de cohesión social han dejado en un estado latente algunas de las señas de identidad del soberanismo. Latente pero no aparcado, en tanto fue precisamente esta fuerza la que definió ese proyecto político. Sí es perceptible, no obstante, que las experiencias pasadas y presentes -y la de Catalunya y su encrucijada no es menor- ha reforzado una posición que se aleja sistemáticamente de las soflamas más aventureras, que ancla los derechos y deseos de mayor autogobierno en la transformación de la realidad social, económica, política y jurídica y el consecuente posibilismo frente a los límites evidenciados por el mero impulso de la voluntad. Lejos de transformar esa realidad, la unilateralidad y la apelación a la mera voluntad han servido para encastillar los aspectos más lesivos y castrantes del reconocimiento de derechos a las naciones sin estado. Una situación que se resume fácilmente en la necesidad de enmarcar la reivindicación nacional vasca en las prioridades del sujeto de ese derecho, la ciudadanía, y no al revés. La legítima definición de modelos alternativos, como los que reivindica para sí el otro gran agente del soberanismo vasco -la plataforma EH Bildu, creada para catapultar al liderazgo del país a la izquierda abertzale-, cuenta a su vez con un soporte social significativo. La dimensión del mismo está recientemente medida en las urnas. La consecuencia del ejercicio de voluntad soberana que son unas elecciones debería sustentar la acomodación a ese mandato. Sin renuncias pero con respeto al procedimiento democrático. Las mayorías y minorías en democracia deben encontrarse en principios de convivencia, pero los modelos de gestión y desarrollo social, cultural, económico y político a implantar beben de la legitimidad de una mayoría. Bloquearla por otros mecanismos solo es agitación y propaganda.