l glosar la evolución de Joseba Arregi -glosar, por cierto, no significa alabar-, han repetido que abandonó el nacionalismo para abrazar la causa de las víctimas. De ese modo dan a entender que entre su ideología y su ética se alzaba, y aún se alza, un muro infinito, como si solo fuera legítimo juzgar la vida, y sobre todo la muerte, desde una orilla o desde la contraria: o se es bueno, o se es nacionalista. Al parecer resulta imposible abogar por un mapa distinto y, sin ninguna excusa, comprender y apoyar a las familias de los asesinados. Se ha de elegir entre la aceptación del statu quo o la conversión en un cafre insensible.

Bastaría leer a Yael Tamir, la politóloga israelí, con perdón, para saber que el nacionalismo no es intrínsecamente malo. Puede ser, sin duda, un fuego espantoso si se enciende para eliminar al otro. Pero también puede ser lumbre para calentar proyectos colectivos. Hay quien justifica pisar cadáveres para alcanzar la meta, pero nada obliga a que se deba anteponer así la bandera. Muchos nacionalistas, muchísimos nacionalistas, antes de eso son bastantes cosas. El mismo Joseba Arregi lo fue antes de dejar de serlo. ¿Acaso siendo nacionalista no le importaban las víctimas? O, mejor dicho: ¿le importaban mucho más a quien no lo era?

Uno creía que la raya que nos define, el abismo que nos separa, no es la patria favorita de cada cual, sino la asunción, o no, de unos valores básicos compartidos. Uno pensaba que para empatizar con viudas y huérfanos no es condición sine qua non renegar de un sueño comunitario, sino tener muy claro que no cabe matar, extorsionar ni amenazar por él. Un iluso, aquí al habla.