urante el éxodo, invasión o estampida -elija lo que prefiera-, apenas supimos de los ceutíes, 90.000 personas como usted y como yo. Los medios peninsulares mostraron a unos pocos pateando un coche oficial, y sobre el resto me tuve que informar en las redes locales. Según se ve aquellos lugareños no existen, y si lo hacen es en el imaginario disfrazados de colonos, legías y franquistas. Supe así de su angustia, su ira, su hartazgo, de sus comercios cerrados, cajeras asustadas, vacunación cancelada, de familias que no mandaron a sus hijos a la escuela y expatriados temerosos de que les ocuparan la casa. Supe de su pánico a pisar la calle. Supe de sus mujeres, encantadas, claro, con el aluvión. Y también supe de su exhausta solidaridad.

Es necesario bajar del conflicto diplomático al drama humano, pero en esta historia solo parece haber almas a un lado de la frontera. Somos siempre más de indios que de vaqueros, y resulta barato empatizar con los migrantes porque toda fórmula quimérica para aplanar su futuro nos viste bonito y no nos compromete a nada. Dormimos como samaritanos y las terrazas lucen abiertas. Sin embargo, la solución real que alivia a los ceutíes, y que nos aliviaría a nosotros, obliga a enterrar manidos lemas y afea la conciencia. Duchos en el arte de lo hipotético, cuando nos remueven el presente nadie habla ya de tirar la valla, y donde rige la ley no manda la utopía. Habría que oírnos aquí arriba, paraíso del compromiso online, si mañana llegaran con lo puesto 20.000 magrebíes a Pamplona o Donostia. Los recibiríamos con flores, seguro.