Está hecho un fenómeno. Entre sus razones para apoyar a la chulapa vocacional, el camaleónico actor ha citado la necesidad de que Madrid siga siendo ese lugar libérrimo donde el idioma no se alza como una barrera entre los ciudadanos. La idea no es nueva, claro, y con ella se lanza más un sopapo a la periferia que un piropo a la capital. A mí, extramuros del paraíso monolingüe, me solivianta un poco, y un poco bastante, esa altanería con la que despachan la complejidad ajena quienes carecen de ella. Donde hay una sola lengua oficial no tiene mucho mérito, digo yo, poner paz y amor entre sus hablantes.

Y es que la diversidad brilla hermosa en los anuncios, pero en la vida diaria puede ser problemática. El exotismo no es bienvenido si el masai salta en el piso de arriba. Calma, africanistas: tampoco lo es un concierto de cencerros. Por eso no conviene sentar cátedra sobre conflictos identitarios, raciales, religiosos, sexuales o lingüísticos cuando uno mira alrededor y ve un paisaje monocorde. Así cualquiera es capaz de gestionar la variedad y blasonar de tolerancia por comerse un dürüm. En fin, que si alguien se asoma a la ventana, a una ventana de al menos cinco siglos, y en su calle siempre han mandado señores muy españoles, muy blancos, muy católicos, muy machos y muy castellanoparlantes, es lógico que le resulte molesto esto de organizar la diferencia, qué ganas de incordiar cada cual con sus pejigueras. No es sencillo, no, hacer sitio y otorgar derechos al otro en la poltrona, la plaza, la cama y el cementerio. Con lo bien que nos entendíamos siendo todos como yo.