Andan muy contentos los vasallos palatinos porque alguien les ha explicado que "los principios morales y éticos nos obligan a todos sin excepciones, y están por encima de cualquier consideración, incluso familiar". Sostienen que había una expectación inusitada ante ese discurso, la mayor en cuatro décadas, y sin embargo yo, como Berto, no conozco a nadie, y cuando digo nadie es nadie, ni a nadie que conozca a nadie, ni a nadie que haya visto a nadie, a quien le gusten los garbanzos de los surtidos de frutos secos: o sea, que sin ser periodista cesara de beber, bailar, cocinar, cantar o cenar para escuchar el sermón de la corona. Es posible, y sanísimo, ser republicano por omisión, con la tele apagada.

Se cuenta que Kant no se habló con sus hermanas durante un cuarto de siglo, a pesar de vivir en la misma ciudad. Tanto no le pido al monarca con respecto a quien le cedió el trono. Pueden charlar por Skype. Mucho menos le exijo que excusara su incomodo citando aquel refrán de Medellín, que madre no hay sino una, pero padre es cualquier hijueputa. No, esa faltada sobra. Recuerda Yehuda Amijai en dos soberbios versos que "por amor a la memoria, llevo sobre mi cara la cara de mi padre". Esa piel sobre piel sin duda pesa, y está feo ciscarse en un Juan Carlos I si además de ello es papá. Así que tampoco esperaba yo eso.

En realidad, no esperaba nada, y por eso me asombra la inocencia de quien sí lo hacía, esa peña que aún considera decepcionantes las palabras de Felipe VI, como si lo normal fuera oírle a un rey exclamar: ¡Viva la República, los Borbones a los tiburones! La monarquía es esto, amigos, y el turrón engorda. Vaya sorpresa.