Los he visto en sencillos rincones querecuerdan a las víctimas del horror, enSarajevo, Potocari, Ovcara, tambiénen la nieve eterna de Auschwitz. Son bolígrafos y peines hallados junto a cadáveres enfosas comunes o cuevas ciegas, peines y bolígrafos de quienes serían gaseados o fusilados.Y es que antaño muchos mayores llevaban enel bolsillo de la camisa, como pretéritos cubanos, un bolígrafo para hacer gestiones, el crucigrama o la quiniela. Y a veces lo acompañaban de un peine porque la sobriedad estéticano era entonces hueca coquetería. Apenas semiraba la magia de mi melena.

Me mejora pensar en esos tenderos húngaros, esos campesinos balcánicos, cuerpos lentos y temerosos que, tras dejar la casa en unanoche de gritos, y la maleta en un controlarbitrario, y el dinero en un inútil soborno,se aferraron a dos humildes rescoldos de ladignidad: el bolígrafo para dibujar el espanto, escribir cartas de despedida y anotar últimas voluntades; y el peine para vencer ladejadez y encarar el fin con la cabeza tan altacomo ordenada. Sin duda todo sería más salvaje, pero la seca imagen de un hombrearmado de un bolígrafo y un peine, iconosde la frugalidad, del cuidado físico y espiritual, agiganta la aparatosa fealdad de los verdugos.

Ayer, como en otros 80 ayeres, hubo quienno pudo ir con flores al cementerio porqueel suyo es cuneta, río, sima, pozo, y está aúnsin señalizar. Y encima lo acusan de revolver el pasado, como si anhelar saber dóndeel abuelo firmó el adiós y se alisó para siempre el flequillo fuera un delirio rencoroso.Lo dije y lo repito: lo llaman convivencia yno lo es.