i ayer varios hombres hubiesen violado a una joven de nuestra localidad, la respuesta social hoy sería de amplia repulsa y condena, con actos públicos y declaraciones de los cargos políticos, sindicales y sociales. En los bares y tiendas, nos llevaríamos las manos a la cabeza ante lo sucedido, y mostraríamos nuestra solidaridad a la joven y su familia. Desgraciadamente esto ocurre a diario, pero sin lograr ninguna respuesta porque, eufemísticamente, le llamamos, prostitución. Jóvenes nacidas lejos de aquí no son violadas por extraños, sino por amigos, vecinos y compañeros de trabajo. No los llamamos violadores, porque pagan por ello, y porque socialmente nos mentimos pensando que ellas han decidido libremente prostituirse.

La prostitución, mal conocida como el oficio más viejo del mundo, cuando sería mejor llamarla el ataque a la libertad más antiguo de la historia, es un escándalo que no se produce bajo el gobierno de los talibán, sino en nuestra propia tierra, en prostíbulos de cartel luminoso o en habitaciones de pensiones que hace años que no acogen a un turista. No es un debate sencillo el de la prostitución, pero parece honesto que al menos lo describamos en su crueldad y dejemos de engañarnos con eso de que algunas lo hacen porque quieren. De ser así, son una gota de agua en un océano, fundamentalmente de mujeres, que no lo harían si tuvieran otra forma de sobrevivir. Por eso, nos toca dar pasos tanto hacia su abolición legal y la generación de oportunidades para que las que hoy tienen que prostituirse por pobreza, exclusión o estar sin papeles, dejen de hacerlo. Y, sobre todo, ampliar el foco y orientarlo hacia el putero. Como ya lo hacen otras sociedades en Europa, incluso legalmente, la nuestra debe dejar de amparar a los hombres que pagan por sexo, como si de una forma más de legítimo entretenimiento se tratase.