l intento de miles de personas de entrar a Ceuta ha vuelto a poner sobre la mesa la patata caliente de la inmigración. Rápidamente olvidaremos la dureza de las imágenes y otros temas acapararán no solo la atención mediática, sino especialmente la política, sin percatarnos de que nos encontramos ante uno de los principales retos a los que se enfrenta Europa. Las respuestas a este tema condicionan cada vez más el voto de los europeos y la antiinmigración es el banderín de enganche del auge de los partidos populistas de extrema derecha. Además, la inmigración es una de las pruebas del algodón del discurso europeo a favor de los derechos humanos. A día de hoy, la gestión de la política migratoria, tanto la europea, como propiamente la española, nos muestran a la claras que no somos tan firmes defensores de los derechos humanos como nos creemos. Es momento de replantearse la gestión de la inmigración. Millones de personas quieren buscar un futuro mejor fuera de sus países. Otros muchos, literalmente, huir del horror en el que viven. Esto no va a cambiar. Por ello la apertura total de fronteras no es una opción como tampoco lo es el cierre total. Llevamos décadas reduciendo la política migratoria a poner vallas y obstáculos a la entrada, olvidando que los que tratan de cruzarla tienen tan poco para perder, que están dispuestos a jugarse la vida en el intento. No intuyo una solución sencilla para este reto y miedo me dan los que dicen tenerla, pero sí hay tres cuestiones que podríamos tener claras. Que estamos hablando de personas, algunas ni siquiera adultas, que merecen un trato digno. Que como otros retos globales, el de la inmigración requiere de la corresponsabilidad entre países y, en nuestro caso, entre comunidades autónomas. Y finalmente, que es preciso aumentar las posibilidades de entrada legal a España, así como de regularización.