na vez sentados, mi mujer y yo echamos un vistazo al comedor del restaurante e iniciamos el juego de imaginar quiénes eran los que nos rodeaban y por qué estaban, como nosotros, cenando allí. Todo eran parejas. Algunas de jóvenes a las que pusimos en la casilla de cena romántica. Alguna de sesentones a los que calificamos, en cena de aniversario. Y al resto, sin dudarlo, las metimos en nuestro mismo saco: cena sin hijos. Amatxos y aitatxos que habíamos dejado, al menos por un rato, a los hijos en casa con el tío soltero de turno, para respirar como pareja. El confinamiento ha estado muy bien para reforzar lazos familiares pero, por momentos, estos se han convertido en auténticos nudos marineros, entre otras razones, porque tanto los padres como los hijos hemos echado mucho de menos la escuela.

En mi experiencia, el colegio se ha ganado un sobresaliente en la pandemia. Se lo han currado para seguir con la formación y hasta la diversión, aprovechando al máximo las tecnologías, pero no es lo mismo. La escuela les da a los niños el aprendizaje en grupo, las broncas del profesor, pero también sus ánimos y aplausos, risas y juegos en el patio, estar con los amigos y, sobre todo, seguir acertando y metiendo la pata en la vida, sin tenernos a los adultos encima. Los padres y madres ahora sabemos que el colegio nos permite, sencilla y llanamente, trabajar. El circo de tres pistas que ha sido teletrabajar y ayudar con los deberes se lo ponía yo a los opositores a artificiero.

Abrir las aulas en septiembre será un rompecabezas, pero hay tiempo suficiente como para que lo logremos. Debemos dar con un punto medio en el que el derecho a la salud sea compatible con otro derecho fundamental como es el de la educación. Ahora más que nunca preparemos la vuelta al cole. Mientras tanto, siempre nos quedará la cena sin hijos.