a vida en una semana de confinamiento me ha enseñado: que lo que más echo de menos es el contacto social; que tengo más vecinos enfrente de los que sabía; que se puede sudar la gota gorda y hasta tener agujetas haciendo ejercicio en la cocina; que leer por placer y no por trabajo o estudio, es la gloria; que igual de placentero es disfrutar de la música, no de fondo o en la ducha, sino escuchándola; que darle a la cacerola para soñar con el fin de la monarquía, jode como relaja; que aunque soñaba con tener un par de días para hacer un maratón de series, no paso de dos capítulos al día; que no ver la TV sigue siendo muy saludable; que la limpieza se hacía en mi casa pero que había zonas que pedían una bayeta a gritos; que no sabía que tenía tantos libros y papeles por ordenar; que ser profesor es una tarea complicada y serlo de tus propios hijos, aún más (pocas vacaciones tienen los profesores); que sé más inglés de lo que creía gracias a que la academia de mis txikis nos ha mandado tareas por Internet por las que siempre les estaré eternamente agradecido (sarcasmo); que pese a ello, este tiempo con mis hijos es oro puro; que la tasa de gili… es alta, pero menor que la de ciudadanos responsables; que es un gran invento pagar impuestos para tener, sobre todo ahora, un sistema de salud público y, que todo lo que uno cree que tiene o es, parece tambalearse por miedo a coger un virus. También sé que muchos lo estarán pasando peor, aprendiendo de la necesidad o del sufrimiento, pero no quiero invertir hoy mi columna en sembrar más el desánimo. Mi experiencia, por ahora, está siendo positiva y no me lo quiero callar. Me despido con esta frase de Avicena que muchos habréis recibido y de la que tanto podemos aprender: “La imaginación es la mitad de la enfermedad; la tranquilidad es la mitad del remedio y la paciencia es el comienzo de la cura”.