numerosos discursos vertidos en la pasada campaña dejaron como resultado una ola de preocupación ante el riesgo de involución democrática y de crecientes trabas al desarrollo y a la actualización de nuestro autogobierno. En esa corta pero intensa campaña emergió una mirada política agresiva, hostil y cicatera hacia lo vasco dirigida, desde la cultura del agravio, a restar valor a los avances políticos, sociales y económicos logrados en Euskadi en estos años de imperfecta democracia española. Se trata, en realidad, de una retórica falsa y que encubre una ideología prepotente amparada en la pervivencia del Estado-nación alejado de una visión plurinacional.

Insistir, como se ha hecho de forma reiterada y desde la prepotencia discursiva por parte de partidos con implantación estatal, en lo supuestamente falaz de los mitos del nacionalismo, o en la mentira de sus quejas e impugnaciones, o en lo endeble de su sustento histórico, deja entrever un sectarismo excluyente que caracteriza a esas fuerzas políticas, empeñadas en levantar muros dialécticos en lugar de promover el diálogo.

Todo ello forma parte de una estrategia dirigida a vincular el sentimiento de pertenencia a un pueblo, a una nación como es Euskadi, con la supuesta ausencia de sensibilidad necesaria para asumir que hay otras formas de sentirse ciudadano en Euskadi.

La premisa de partida de todo ese discurso es muy simple: sólo hay una nación, la española. Euskadi no integra, dentro del Estado español, una nación de naciones, sino, a su juicio, una mera nación de personas. Esta reflexión, planteada desde el posmodernismo político supuestamente superador de visiones nacionales arcaicas, pretende contraponer racionalidad y nacionalismo.

La fácil demagogia populista imperante refleja en realidad el temor a debatir sobre lo verdaderamente importante: ¿a quién le interesa que se enquiste nuestro debate, le llamemos conflicto o con otras denominaciones? No somos, como ciudadanos ni como pueblo vasco, más ni mejor que nadie. No pretendemos reivindicar un puesto preferente en un hipotético ranking territorial comparado, ni juzgar desde la prepotencia jerarquizadora nuestra manera de entender las relaciones sociales y políticas; entre otras cosas porque Euskadi es plural y heterogénea. Pero tampoco cabe agachar la cabeza sumisamente ante la apatía y la inducida minusvaloración de todas nuestras conquistas sociales y políticas como pueblo vasco.

El principal problema para el avance de nuestro proyecto común como nación, como pueblo vasco, radica en que el andamiaje sobre el que se construye la política en el Estado español corresponde a un traje y a una doctrina de hace décadas, sostenida desde posturas inflexibles y para las que sólo existe un sujeto en democracia que es el Estado.

Si fuésemos realmente una democracia plurinacional se admitiría con normalidad (y con recíproca empatía) la necesidad de garantizar y proteger, ante la hegemonía nacionalista que representa el Estado-nación español, a las restantes expresiones nacionales (entre ellas la que representamos desde Euskadi) no en clave de contraposición sino de suma. Ése es el verdadero debate pendiente.

Esa riqueza política debe defenderse desde el respeto a la diferencia. Solo el reconocimiento de partida de esa premisa podrá generar un clima de entendimiento y de confianza recíproca que permita avanzar en el desarrollo de nuestro autogobierno, de avanzar hacia objetivos de mayor soberanía y de alcanzar nuestra asignatura pendiente: el resto de la convivencia entre diferentes en Euskadi.