uestra historia está repleta de famosos traidores. Escritores, evangelistas e historiadores nos han dado cuenta a lo largo de los siglos de personajes como Judas Iscariote, Marco Junio Bruto o, aquí más cerca, Alejandro Goicoechea, pero la lista es interminable; no hay día en el que no nos encontremos con felones dispuestos a venderse, a apuñalar al amigo. Por si hubiera dudas, la etimología desde el latín de la palabra es muy clarificadora: la persona traidora es aquella que entrega a alguien.

La categoría del traidorzuelo es otra. El traidorzuelo no entrega a nadie, porque el árbol ya está caído o a punto de caerse. Su acto es tan cutre que ni siquiera llega a traición, ya que es irrelevante en el momento en el que se produce. En realidad solo sirve para poner en evidencia la condición humana de no pocos miserables arribistas y desagradecidos.

Hemos asistido durante esta semana a un bochornoso espectáculo ofrecido por el Partido Popular español. A un auténtico tiro en el pie que ha devenido en suicidio político de dos líderes mediocres. Obviamente el asunto está dando para más, para mucho más: da para debatir sobre la corrupción, sobre el poder de los medios o sobre estrategias políticas y electorales. Pero también ha supuesto una ocasión de oro para conocer la cuadrilla de sinvergüenzas que rodeaban a Pablo Casado y Teodoro García Egea. Personas que han pasado en poquísimas horas de lisonjear al líder a pedir su dimisión; de jurarle lealtad a proclamar que si le han visto no se acuerdan. Desconocemos cómo terminará por recomponerse el partido, pero parece urgente que la nueva dirección se libre de estos traidorzuelos sin escrúpulos, que incluso han conseguido en quien esto escribe el milagroso efecto de empatizar -aunque sea un poco- con Ana Beltrán.