stamos acostumbrados a extrañas noches electorales. Por extensión, también a sus resacas. Recordamos entre las más recientes, la delirante celebración del peronismo/kirchnerismo argentino en noviembre, que parecía haber triunfado en unas elecciones en las que en realidad lo que había conseguido era amortiguar un poco el sopapo de la primera vuelta de septiembre.

Lo de Castilla y León del domingo es también digno de análisis. Habiendo sido derrotadas todas las fuerzas estatales salvo Vox -dejemos lo de los partidos provinciales para otra ocasión-, sus líderes y portavoces ofrecieron una serie de explicaciones que producen sonrojo en el mejor de los casos. Nunca habíamos visto tanto representante político centrado casi en exclusiva en resaltar que el tortazo del vecino ha sido mayor que el propio. O tanta sonrisa impostada de quienes se han dado un tiro en el pie provocando una crisis interna imposible de disimular. Sin olvidar el delirante mensaje de quien afirmó el domingo haber resistido, a pesar de haberse colocado su coalición al borde de la desaparición. Hasta el inefable Tezanos se ha sumado a la juerga remarcando que también otras encuestas se han equivocado en las predicciones.

Siempre ha formado parte del guion electoral la exageración en la celebración y el disimulo en el batacazo, pero la vuelta de tuerca en esta ocasión va más allá del patetismo. Lo peor de todo, sin embargo, no es que tomen por tonta a la ciudadanía, sino la sensación cada vez más evidente de que asistimos a un masivo ejercicio de autoengaño, de que en realidad se creen sus absurdas explicaciones, fabricadas en principio solo para capear la noche electoral. Poco podemos esperar de quienes se muestran incapaces de realizar un análisis mínimamente sensato sobre las miles de papeletas que se les han quedado en el camino.