legó El Buscón a la casa de pupilaje de Dómine Cabra, personaje descrito de manera soberbia por Francisco de Quevedo. Era tan escasa la comida -sobre todo la carne- que repartía, que también fue motejado como Licenciado Vigilia por el pícaro Pablos. Miserable y mezquino, trataba sin embargo de convencer a sus huéspedes de que la escasez en aquellas comidas la era por su bien: que era preferible el nabo a la perdiz y saludable merendar nada y cenar poco para tener el estómago desocupado y ahorrarse sueños pesados. Sus caldos eran transparentes en exceso y servía carne en raciones tan insignificantes, que entre lo que se pegaba en las uñas y se quedaba entre los dientes las tripas quedaban desatendidas. Dicho en términos religiosos, aplicaba el quinto mandamiento -el no matarás- a todo animal que quería regatear a la hora de dar de comer.

Erramos en el augurio de que en la retahíla de improperios que contra Alberto Garzón se sucederían tras sus frecuentes declaraciones alguien se acordaría del quevedesco clérigo cerbatana. La verdad es que, entre la escasez de carne propuesta para las dietas y la apelación de ambos a la salud para justificarlo, la ocasión se prestaba para que algún malicioso apodara al ministro. Sucede, sin embargo, que nada tienen que ver la ruindad de aquel gobernador de pupilos para practicarlo en la novela y la solidez de los argumentos del andaluz para reivindicarlo ahora. Porque pasará el terremoto y se impondrá la percepción de que las reflexiones de Garzón contienen mucho sentido común.

Pero no siempre es suficiente tener la razón. Quienes, porque así les corresponde, acceden frecuentemente a la plaza pública deben tener presente que el cómo y el cuándo resultan casi tan importantes como el qué. Que la complejidad de algunas cuestiones requiere prever la reacción de quienes se batallan con habilidad en la simplicidad y la inmediatez. Solo así se logra no iniciar los debates a la defensiva. Incluso ante los coaligados.