i no fuera porque se trata de una persona recién fallecida, lo del nombramiento de Almudena Grandes como hija predilecta de Madrid podría calificarse como berlanguiano, ya que no deja de ser una situación esperpéntica como las que nos ofrecía el cineasta valenciano. Recapitulemos: a la negativa inicial de la derechona a tal designación, sucedió un trapicheo impresentable entre el alcalde y los denominados carmenistas que concluyó con un acuerdo en el que se mezcló la condecoración a la escritora con no sabemos qué impuestos y qué rotondas. A la espera de más capítulos, la guinda surrealista la ha puesto Martínez-Almeida diciendo que, en realidad, Grandes no merece la distinción que él mismo ha pactado otorgarle.

En realidad no debe parecernos muy ajeno el asunto, ya que también aquí estamos acostumbrados a escenas similares, ora estrambóticas, ora cutres. Desde espectáculos en torno a algunos tambores de oro hasta vergonzosos mercadeos sobre denominaciones de espacios públicos, la colección de bochornos propios no desmerece a lo que vemos en tierras lejanas. Siguiendo con el cine español, han sido demasiadas las veces en las que hemos emulado a aquella delirante elección en el bar del pueblo de Amanece que no es poco, inolvidable película de José Luis Cuerda.

Dice la Real Academia Española que la predilección es el cariño especial con que se distingue a alguien. Reconozcamos de una vez que es en lo que andamos escasitos, que estamos bastante incapacitados para reconocer mérito alguno en alguien que no consideramos de los nuestros. Y aceptemos a su vez que si ahora ha sido el facherío español quien ha exhibido una vomitiva actitud con Almudena Grandes, tampoco otros han estado -hemos estado- siempre a la altura exigible en circunstancias similares. Pero dado que hoy quiero comerme el roscón en paz y no llevarme un rosco de mis habituales críticos, me abstendré de dar más detalles, no sea que se me enfaden.