a decisión de Odón Elorza, Cayetana Álvarez de Toledo y algunos más de romper la disciplina de voto en la elección de cuatro miembros del Tribunal Constitucional ha reabierto un debate que, aunque recurrente, no pierde interés. Se suceden reacciones a favor y en contra, amén de reflexiones en torno a la conveniencia de obligar a los parlamentarios a obedecer la consigna del partido. En el caso del donostiarra la crítica lanzada por Eneko Andueza ha resultado además tan irónica como contundente.

En este tipo de discusiones existe un factor en el que pocos parecen fijarse, pero que a uno siempre le resulta interesante escudriñar para formarse una opinión. Y es que tiene uno la sensación de que las circunstancias personales pesan mucho a la hora de lanzarse a la llamada indisciplina. Siempre es necesario conocer si los aparentemente indómitos están de entrada o de salida, si tienen expectativas de que en el futuro cuenten con ellos en ese o en otro cargo, si está cercana la jubilación, si tienen actividad laboral al margen del partido, si tal actitud ha sido frecuente o repentina. También si el voto es decisivo. Solo así se sabrá si el verso libre lo es por espíritu o simplemente por desencajado. Son estas circunstancias las que otorgan legitimidades. Las que provocan el aplauso o la perplejidad de la ciudadanía.

Abundan quienes afirman que la cuestión dejaría de ser controvertida si se cambiara el sistema de elección de unos parlamentarios que con listas abiertas se liberarían de la disciplina del partido. El argumento parece sólido, pero la cuestión no está exenta de problemas, ya que, entre otras cuestiones, tal libertad supone a su vez mayor vulnerabilidad ante la insufrible presión de grupos de interés. Ejemplos de ello los conocemos en el mundo a centenares. Ciertamente, hay situaciones en que la cobertura del partido resulta necesaria, aunque esté envuelta con esa antipática palabra: disciplina.