pesar de su (aparente) firmeza inicial, Meritxell Batet terminó por decirle al juez Marchena que sus deseos eran órdenes y quitarle, por lo tanto, el acta de diputado a Alberto Rodríguez. La bronca entre los socios del Gobierno español por tal decisión está siendo monumental; las consecuencias políticas y jurídicas de todo ello son a su vez una incógnita que tardará cierto tiempo en despejarse.

Rara es la situación que no hayamos experimentando previamente aquí en Euskadi. Tenemos muy presente el encontronazo de Juan Mari Atutxa, Gorka Knörr y Kontxi Bilbao con un Supremo ante el que reclamaban la inviolabilidad parlamentaria para no disolver el grupo Sozialista Abertzaleak. Pero que los condenó a los tres por desobediencia, hasta que, una vez más, llegó Europa a dejar en evidencia al sistema judicial español.

Podemos ir más atrás y rememorar la honestidad y el pundonor con el que no pocos alcaldes vascos decidieron no colaborar con el ejército en cuestiones como la talla de los quintos. Sabían a lo que se exponían, pero no dudaron en ponerse del lado de aquel movimiento insumiso que terminó por triunfar. Difícil olvidar a Imanol Murua, obligado a abandonar su vida institucional por culpa de una inhabilitación. También recordamos aquel gran movimiento transversal de alcaldes vascos de 1934, cuando fueron condenados por desobediencia ediles de diversa ideología, como el republicano Ercoreca, alcalde de Bilbao.

No se trata aquí de criticar a la presidenta del Congreso de los Diputados, ni siquiera de opinar sobre cómo debió haber actuado. Ella sabrá, ellos sabrán. Se trata simplemente de constatar que ha habido, hay y habrá afortunadamente representantes públicos cuyas decisiones ante situaciones de tamaña injusticia han sido otras, más gravosas en lo personal, pero llenas de dignidad. Se trata también de reiterar que estamos muy orgullosos de todos ellos, de todo lo que hicieron.