os informó ayer este diario acerca de una encuesta según la cual la opción de la república sería en España mayoritaria frente a la monarquía en un hipotético referéndum. El sondeo, claro está, no está realizado por el CIS, porque hace seis años decidió por nosotros que el tema no nos interesaba y además no nos convenía; o dicho en boca de ese fullero demoscópico apellidado Tezanos, porque preguntar sobre la cuestión supondría amarillismo, además de alimentar un indeseado infradebate. El palabro es suyo, que conste.

A nadie se le oculta, sin embargo, que las cifras que arroja el estudio lo son en gran medida por las informaciones que nos llegan sobre ese coimero, disipado y gorrón que tuvimos por rey, ahora titulado emérito, aunque no termina uno de entender lo que supone tan ampulosa denominación. Se nos dice por él que se ha convertido en una máquina de fabricar republicanos. Lo mismo suele acontecer periódicamente en los independentismos tras abusivas actuaciones políticas, judiciales, policiales y mediáticas de la España una, grande y libre y sus variantes acicaladas. Benditas máquinas, pero que no sean como los árboles que nos impiden ver el bosque.

Se me dirá que no ha habido en la historia transformaciones profundas que no hayan sido facilitadas por degeneraciones y excesos de diverso tipo. Que ningún cambio masivo de bando, permítaseme la expresión, es posible sin el contexto de convulsiones como las citadas. Siendo eso así, la república en España y las independencias de Euskadi y Catalunya necesitan como proyectos mayor solidez y coherencia. Fiarlo todo -o casi- a errores ajenos resulta tan vano como candoroso. Sobre todo, el republicanismo y el independentismo deben saber atraer a nuevos partidarios por la consistencia de sus principios y la bondad de sus propuestas. Los estados de ánimo pueden ser aliados, pero ignorar su volatilidad significa cimentar una frustración que puede durar una generación. O más.